Las antiguas epidemias contribuyeron a instalar el encalado de la arquitectura popular como un rito social
Con su cubo y su pinceleta mojada de cal, Manuela Delgado contribuía cada primavera a mantener viva la imagen pulcra e inmaculada de Medina Sidonia, uno de esos pueblos blancos de postal de Cádiz. Revivía el rito que vio durante años en su madre y su abuela sin plantearse demasiado el porqué. Pero, en estos días en los que la crisis del coronavirus no le ha dejado encalar como le gustaría, Delgado ha recordado el motivo de la lección matriarcal: “Se blanqueaba por las epidemias. Por mucho que nos hayamos modernizado, mira cómo la naturaleza dice hasta aquí llegó. Ya decían mis antepasados que la cal quita todos los microbios”.
Recorrer pueblos andaluces como Medina Sidonia supone toparse con una sucesión de fulgurantes fachadas blancas. La impronta está tan marcada que en muchos casos es precepto urbanístico y reclamo turístico. Pero no siempre fue así, ¿qué ocurrió para que localidades que lucían colores como el almagre, el azul o el albero se decoloraran? Las sucesivas epidemias de peste, fiebre amarilla o tifus de los siglos XVI al XIX fueron en buena parte culpables de esta obsesión que sobrevive como un rito social asociado a la higiene, la mudanza de las estaciones, la pulcritud y hasta la renovación tras la muerte.
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